Valores Masónicos: La Caridad

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Cuenta una leyenda que, en el siglo II, una viuda llamada Sofía junto a sus tres hijas, Pistis, Elpis y Ágape, fueron llevadas ante el emperador Adriano, cuyo propósito era forzar a estas mujeres a que renegaran de su fe cristiana y presentaran ofrendas a los dioses paganos. Fueron muchos los intentos y grandes sus amenazas, pero no tuvieron el efecto esperado, por lo que finalmente Adriano martirizó a las niñas y dejó que la madre muriera de tristeza sobre sus tumbas. Y hasta el día de hoy, en el mes de septiembre, los católicos recuerdan a Sofía (que en griego significa ‘Sabiduría’) y a sus hijas Pistis (‘Fe’), Elpis (‘Esperanza’) y Ágape (‘Caridad’).

Con frecuencia se piensa que “Caridad” para las religiones cristianas denota aquel gesto benefactor de dar una limosna a quien lo necesita, pero esto sería reducir injustamente su significado. En realidad, en sus orígenes, la caridad se pensó como una de las virtudes teologales, es decir, como los hábitos o cualidades nacidos de la razón y la voluntad, que promueven el desarrollo espiritual de los creyentes; y más específicamente, hace referencia al amor más puro y desinteresado hacia Dios y el prójimo. De hecho, en 1 Corintios 13, Pablo dice: “Y si repartiese todos mis bienes para dar de comer a los pobres, y si entregase mi cuerpo para ser quemado, y no tengo amor, de nada me sirve”, lo cual reafirma la idea de que la caridad es mucho más que hacer donativos.

Para la Masonería, el ágape o caritas es la virtud más preciada, pues consiste en hacer bien sin esperar una recompensa y aún más, de amar y reconocer en otros la humanidad que compartimos todos y todas. Es el poder decir con convicción, o sea, con el corazón y la mente: “te amo, te respeto y pongo a tu disposición mi servicio, pues veo en ti a la humanidad entera”. Ahora bien, como lo explica Erich Fromm en su ensayo sobre “El arte de amar”, este tipo de amor fraternal se caracteriza por su total falta de exclusividad o de lo contrario, es una ilusión. En otras palabras, simplemente no podemos declarar que amamos al prójimo si sólo amamos a una parte, porque no podemos amar a la humanidad si no amamos a todos los humanos. 

Ante esta idea de un amor universal irrestricto, es lógico que surjan objeciones. ¿Cómo puedo amar a aquellos que disfrutan la crueldad? Y frente a esto, nos quedaría recordar que el amor no es necesariamente cariño, devoción, sumisión, permisividad o impunidad. En esta misma línea, uno de los desafíos que enfrentamos como mujeres librepensadoras es descubrir en qué consiste justamente la esencia de los lazos que nos unen y cómo han de expresarse en lo cotidiano, ya que, si dejamos atrás la idea de la solidaridad vertical que está presente en las limosnas y en la condescendencia, tendremos que explorar de manera constante otras formas horizontales, prudentes, justas y dignas de servir a nuestros semejantes. Y, por otro lado, nos encontramos en una sociedad que, en ocasiones, parece haber normalizado la apatía, la indiferencia, el individualismo y la obsesión por lo material, a tal punto que no sería del todo absurdo detenernos a pensar en cómo se puede siquiera concebir en ella algo tan sutil como el valor de la caridad.

Por Camila Villarroel, Logia Kimsa Warmi Nº39 de Iquique.